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jueves, 3 de marzo de 2011

1.2 - Neo

Por otro lado, a Neo lo conocía desde los trece. Íbamos juntos a la escuela, pero nunca llegamos a ser grandes amigos, aunque fue mi compañero de pupitre de los quince a los diecisiete. Nos hablábamos, intercambiábamos opiniones de cualquier asunto, pero nunca me pareció alguien con quien confiar. Básicamente no me daba buena espina que alguien tan joven fuera capaz de tener tal elocuencia como la que él tenía, ni creía que la empleara solo para asuntos bondadosos. De hecho con ella conseguía todo lo que quería, de todos excepto de mí. Fue el galán del curso, y prácticamente de la escuela. Chica que quería, chica que tenía. Pero al llegar a mí se encontró frente un muro. Le daba su propia medicina: ¿a caso se creía que él era el único con esa capacidad para hablar y convencer? Poco a poco se fue encaprichando conmigo, era perfectamente perceptible. 

Acabé siendo una obsesión para él, pues quería tenerme como fuera, pero no lo consiguió. Al final, el último día de curso se me acercó y me dio la mano. Entonces me dedicó una gran sonrisa y añadió: “gracias por ser así, nunca me lo había pasado tan bien como en estos últimos años”. No le contesté, pero yo también me lo había pasado muy bien, pues me había hecho ejercitar mentalmente para conseguir responder todos sus comentarios con doble sentido o con mala intención. Mentiría si dijera que no había sentido nada físico por él, pues tenía como segunda casa el gimnasio y era bastante apuesto, pero por aquel entonces tenía las ideas muy claras y sabía que si había dicho que no, era que no.

En cambio, seis años después, cuando finalicé la carrera de Filología Hispánica, ya no era esa chica guerrera que él recordaba. Y así fue como me encontró una tarde en la biblioteca del barrio.

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